jueves, 24 de marzo de 2011

Al principio había creído ingenuamente que podría cambiar el destino, pero era preciso rendirse a la evidencia: el libre albedrío, la capacidad de influir en el propio destino, todo eso no era sino una ilusión. La verdad era que nuestra existencia está programada y que es inútil luchar contra ello. Algunos acontecimientos son imparables y la hora de la muerte es uno de ellos. El futuro no se crea a medida. En lo esencial, el camino ya está trazado y no hay otra opción que seguirlo. Todo forma un bloque —el pasado, el presente y el futuro— que responde al terrible nombre de fatalidad.
Pero, si todo está escrito de antemano, ¿quién sostiene la pluma?
¿Un poder superior? ¿Un Dios? ¿Y para llevarnos adonde?

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